#mujeres artistas contemporáneas

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Abro los ojos y me aventuro en la espesura del bosque. Sigo el rastro de los hongos; los helechos, pAbro los ojos y me aventuro en la espesura del bosque. Sigo el rastro de los hongos; los helechos, pAbro los ojos y me aventuro en la espesura del bosque. Sigo el rastro de los hongos; los helechos, pAbro los ojos y me aventuro en la espesura del bosque. Sigo el rastro de los hongos; los helechos, pAbro los ojos y me aventuro en la espesura del bosque. Sigo el rastro de los hongos; los helechos, pAbro los ojos y me aventuro en la espesura del bosque. Sigo el rastro de los hongos; los helechos, p

Abro los ojos y me aventuro en la espesura del bosque. Sigo el rastro de los hongos; los helechos, pálidos, estremecidos por un viento dulce, me tienden sus dedos delgados y me incitan para que los siga. Rastréanos, susurra una voz. Estamos aquí, hermana. Hemos aprendido el baile y el conjuro; de nuestras bocas abiertas bebe su néctar la serpiente. Alimentamos fuegos que no pueden consumirse. Somos las últimas brujas, las mujeres del bosque; en nuestras manos se halla la sabiduría. La savia que humedece los labios. El rastro tibio del otoño. ¿Escuchas el latido del bosque? Ven, hace largo tiempo que te esperamos. Trenzaremos tu cabello rubio. El lobo lamerá tus mejillas. No temas, estás en casa. El bosque te ha reconocido.

No temo al adentrarme en el universo hermoso de Alexandra Dvornikova. Me reconozco en sus mujeres pálidas, en la exuberancia arbórea, en la noche estrellada que planea sobre sus brujas. Sus ilustraciones narran con la voz oral y antigua de la tradición. Aprendo cuentos que imagino reales, otro tiempo en el que, en la espesura, conjuros y cantos se hermanaban. Dvornikova comprende el reflejo de la luna. El lenguaje único del animal que tiende su zarpa a la mujer desnuda. Ha reaprendido los códigos de la magia y nos los entrega ahora velados en gris, nocturnos y otoñales. Como un regalo envenenado: si entramos, las ramas negras de los saucos nos retendrán por siempre en su misterio.


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Siento el peso de las esculturas de Kate MacDowell sobre mis palmas. Su levedad, una palpitación suaSiento el peso de las esculturas de Kate MacDowell sobre mis palmas. Su levedad, una palpitación suaSiento el peso de las esculturas de Kate MacDowell sobre mis palmas. Su levedad, una palpitación suaSiento el peso de las esculturas de Kate MacDowell sobre mis palmas. Su levedad, una palpitación sua

Siento el peso de las esculturas de Kate MacDowell sobre mis palmas. Su levedad, una palpitación suave a pesar de la quietud, de la aparente muerte. Su blancura me sobrecoge; tiendo mis dedos delgados, acaricio el pelaje del animal, el tacto helado del pulmón, el cráneo que asoma por una abertura limpia. Como diseccionadas, sus criaturas se exhiben ante mis ojos, deseo poseerlas, poseer su blancura, su quietud, el corazón salvaje que, a pesar de todo las habita. ¿Podéis oírlo? Un latido hermoso, rítmico, en el centro exacto de cada escultura. Su belleza expandida, magnificada: poemas de porcelana y delicadeza. Lo irreal transformado en posible, en tacto y luz, en vuelo detenido. Como un universo que, al contemplarlo en la imaginación, se transforma ante nuestros ojos en un hecho de una belleza abrumadora.


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Sacudidas por vientos que parecen susurrar conjuros, las mujeres de Andrea Kowch habitan una naturalSacudidas por vientos que parecen susurrar conjuros, las mujeres de Andrea Kowch habitan una naturalSacudidas por vientos que parecen susurrar conjuros, las mujeres de Andrea Kowch habitan una naturalSacudidas por vientos que parecen susurrar conjuros, las mujeres de Andrea Kowch habitan una naturalSacudidas por vientos que parecen susurrar conjuros, las mujeres de Andrea Kowch habitan una naturalSacudidas por vientos que parecen susurrar conjuros, las mujeres de Andrea Kowch habitan una naturalSacudidas por vientos que parecen susurrar conjuros, las mujeres de Andrea Kowch habitan una natural

Sacudidas por vientos que parecen susurrar conjuros, las mujeres de Andrea Kowch habitan una naturaleza que parece volverse en su contra. Una ensoñación bucólica que esconde, afilada y hostil, una pesadilla a punto de revelarse. La del árbol que prende en la distancia. El océano como un rumor de tormenta. El ave mansa que sigue con la mirada fija a aquellas que atraviesan su territorio. Bellísimo, pulido y de una aterradora exactitud en sus gestos, las obras de Kowch pronuncian metáforas que nos seducen, extendiendo ante nosotros un universo irreal de ocres y vuelos, cabellos que se alzan como nidos vacíos, bailes que anteceden al desastre. Nos es extrañamente familiar, este universo nacido de un sueño turbio, pues de algún modo también nosotras hemos experimentado el encierro, la mirada fija, la podredumbre como un lecho tierno bajo nuestros cuerpos. Sus mujeres, siempre serias, iluminadas por la luz de otra época, por la noche rural, dirigen su rostro hacia la nada, hacia un interior que parece reflejarse en el caos que las rodea. Como si ellas, mujeres del hogar y de la tierra, de manos que comprenden el trabajo, sólo pudieran liberarse en el interior de sus sueños. Como el espejo que deforma su realidad y, sin embargo, nos revela exactamente qué habita en sus corazones.


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Un temblor sacude la infancia. Una sombra la atraviesa, oculta la inocencia, perturba su sueño frágiUn temblor sacude la infancia. Una sombra la atraviesa, oculta la inocencia, perturba su sueño frágiUn temblor sacude la infancia. Una sombra la atraviesa, oculta la inocencia, perturba su sueño frágiUn temblor sacude la infancia. Una sombra la atraviesa, oculta la inocencia, perturba su sueño frági

Un temblor sacude la infancia. Una sombra la atraviesa, oculta la inocencia, perturba su sueño frágil. Estos niños hablan la voz de las polillas. La voz de aquello que se pudre y regresa de nuevo a la tierra fértil. No temen mirarnos fijamente a los ojos. Decirnos: somos carne, somos animales que aúllan, somos como vosotros. Conocemos vuestra miseria: miradnos, también la muerte nos sobreviene. Esa es la infancia que habita en el imaginario de Kikyz1313. Una infancia donde el lobo acecha y la carne se descompone, donde el niño asimila la violencia y la caducidad de su propio cuerpo. No hay espacio para lo ingenuo, para una inocencia blanda, blanqueada desde nuestra mirada adulta. En la obra de Kikyz1313 no existen los niños que ríen, impolutos, irreales. Existe una verdad dolorosa que nos arroja a la cara, que nos incomoda, y sin embargo, hay en ella una belleza deslumbrante que no podemos dejar de contemplar. Como quien observa el accidente en el asfalto, las obras de Kikyz1313 nos acongojan, pero allí seguimos, quietas, las manos a los costados, el olor atravesándonos hasta el tuétano.


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Hay una nostalgia hermosa y azul en la obra de Geneviève Daël, en sus interiores habitados por la luHay una nostalgia hermosa y azul en la obra de Geneviève Daël, en sus interiores habitados por la luHay una nostalgia hermosa y azul en la obra de Geneviève Daël, en sus interiores habitados por la luHay una nostalgia hermosa y azul en la obra de Geneviève Daël, en sus interiores habitados por la luHay una nostalgia hermosa y azul en la obra de Geneviève Daël, en sus interiores habitados por la lu

Hay una nostalgia hermosa y azul en la obra de Geneviève Daël, en sus interiores habitados por la luz nítida de unos ventanales que no nos está permitido atravesar. Contemplamos, en nuestra quietud helada, ese exterior variable, como un anhelo que nos atraviesa aunque sepamos que pasará de largo. Las mujeres de Daël, hermanas de las de Hammershøi -los mismos gestos, el rostro oculto, ese darnos la espalda como si nos ocultaran un dolor impronunciable- son como hermosos pájaros en sus jaulas grises, criaturas que se deslizan en un silencio neutro, que atraviesan la luz sin tocarla, replegadas sus alas como animales dormidos. Al contemplarlas, deseamos abrir todos los ventanales, airear los cuartos, que el azul se diluya hasta volverse pura luz, puro blanco sobre el que, al fin, alzar la pureza de nuestro vuelo.


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