#un día estamos y al otro quién sabe

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Leticia recorre apresurada el pasillo hacia la terapia intensiva del hospital. Hacía menos de media hora se encontraba paseando en el centro de la ciudad junto a un par de amigas cuando recibió el fatídico llamado; era la voz quebrada de su madre diciéndole que el abuelo Juan había sufrido un pre-infarto y que su estado ahora era impredecible. “Pero si ayer fuimos al jardín japonés juntos”, fue lo primero que pudo expresar Leticia, casi por inercia. “Estas cosas pasan, hija”, respondió la madre sin pensarlo demasiado.

 Diez calles hacia el norte del hospital, Tomás espera parado cerca de las vías de  una vieja estación ferroviaria fuera de funcionamiento, mientras se fuma el quinto cigarro en menos de diez minutos. La transpiración nerviosa le brota por los poros como agua de regadera pero se rehúsa a quitarse la campera de Adidas que le robó a un “cheto” en la avenida Santa Fé a plena luz del día. Es su medalla de honor, la prueba de fuego que demuestra que pertenece a la “banda de la (villa) 32”, una especie de grupo de chicos entre 15 y 20 años que se autodefinen como grandes despreciadores de las vulgaridades de la gente rica. Robarles significa para ellos algo así como un acto de justicia por mano propia.

 “Tienen de todo y nosotros no tenemos nada, siempre fue así, el que menos tiene cada vez tiene menos, y el que tiene más, cada vez más. ¿Qué le hace que le robe una campera? De seguro ahora va con la “black card”, no sé qué de su papi y se compra otra”, se excusaba Tomás con su abuela que lo miraba con tristeza y preocupación desde un rincón de la casa. “Vaya y devuélvela, mijito, uno puede ser el más pobre pero el más digno también”, le había dicho  la mujer el día que lo vio llegar con una campera Adidas azul radiante.  Pero no había forma de entrar en la cabeza de aquel nieto que le había salido terco por naturaleza  cual cabra que tira para el monte.  “Sos igual que tu padre, y ambos sabemos cómo le fue”, finalizó la anciana retirándose hacia otra habitación.

 Alguien cruza la pasarela que está sobre la vieja estación de trenes cargando dos bolsas de papel madera con quesos, lechuga, tomates, servilletas, dos botellas de vino tinto, pan fresco, un Página/12 y dos películas noventeras, Magnolia y Trainspotting, esta última porque  Pedro no puede resistirse a ella. Es Edith, que camina sin prisa alguna lidiando como puede con los 32 grados de calor. Se pregunta cómo puede ser que todavía en América Latina se conserven símbolos estadounidenses para la navidad: “en mi puta vida vi un pino,  ¿y eso que le da vueltas?, eso simboliza la nieve, ¡y  nosotros estamos en pleno verano durante las fiestas! Del mismo modo, ¿al gordo no le hará calor con esa ropa por acá? Pensar que los colores rojo y blanco del traje remiten a Coca-Cola que empezó a lucrar con  la idea de Santa cuando esta se le presentó fresca… Mierda, qué calor hace la reconcha de la lora”.

 Edith por fin llega a su departamento, “justo yo tenía que elegir el edificio con el ascensor averiado”, exclama en voz alta al cerrar la puerta. Ubica las bolsas en la mesa de la cocina, se descalza y va a lavarse las manos. “El gato no está a la vista, a lo mejor los vecinos se enteraron que lo tengo hace seis meses y ahora el gerente del edificio me va a multar o peor, me alejarán de Oscar Wilde, lo cual me rompería el corazón, nunca me habían gustado los gatos… Oscar Wilde prácticamente desafió las leyes de mi universo, es casi… ah, pero si ahí está, vivito y coleando”, piensa ahora mientras lo alza y busca en las alacenas el alimento para darle.  

 Pedro sigue sin llamarla. Anoche, justo antes de cerrar los ojos junto a los suyos Pedro le había dicho que la llamaría desde el restaurante para organizar lo que sería su “pequeña fiesta de noche buena”. Al escucharlo Edith le había sonreído satisfecha sintiendo mariposas, flores y pájaros inundándole el corazón hasta que se quedó dormida sobre su pecho.

 Edith se confesaba muy mala cocinera, pero muy buena catadora de vinos, así que aunque siempre le intimidaba tener que cocinar para un chef tan galardonado como Pedro, encendió el reproductor de música y con Ella Fitzgerald se dispuso a empezar la cena, sabiendo que si al final todo resultaba asqueroso unas buenas copas de vino los salvaría de una mala noche.

 Del otro lado de la ciudad, Malena de cinco años canta bajito versos de Violetta y da vueltas sobre sí misma en una esquina del Boulevard Alvear. Espera a su papá que está hablando con otro señor sobre cosas que no entiende y no le importan. Se concentra en su vestido que gira y gira con ella y se mueve para todas partes, mira sus manos y busca mantener el equilibrio al detenerse. Hay mucho tráfico en la calle, los autos, bicicletas y algunos que otros camiones van y vienen en ambas direcciones. Es navidad y lo sabe, ya la tía Charo le contó sobre el nacimiento de Jesús y que Papá Noel es una farsa, pero en lo único que piensa es en el regalo.

 Malena busca la mano de su padre que sosteniendo un diario bajo el brazo sigue hablando de cosas y cosas mientras ríe y hace gestos con la cara. Empieza a fastidiarse, y a aburrirse, y a querer llorar para llamar la atención, pero de repente ve algo detrás de los autos, bicicletas y camiones que van y vienen. Ve una flor, y después otra, y otra, hasta que se da cuenta que en la esquina de enfrente hay cientos de flores en exposición.

 Se trata de la florería El ruiseñor, que como en todas las navidades explota de gente que entra y sale. La navidad es el segundo San Valentín para la florería más famosa.

 Malena jala de la mano de su padre que la mira y le dice que la espere un momento. Malena le señala las flores y el padre repite lo mismo otra vez pero con más firmeza.

 Y Malena continúa mirando las flores en medio del tráfico que se mueve como una ráfaga frente a sus ojos cuando algo sucede. La gente empieza a murmurar consternada, los autos, bicicletas y camiones se detienen bruscamente en la esquina de enfrente. Malena no escucha, es como si estuviera bajo el agua de la pileta de su prima Sofía,  sólo mira y no entiende. Su padre la toma entre los brazos, se despide del señor amigo y camina rápidamente subiendo por el boulevard. Abraza a Malena y le susurra repitiéndole que “no pasó nada”. Malena se aferra al pecho ancho de su padre y mira a través de sus hombros. La esquina de las flores ahora se aleja mientras ella siente que camina hacia atrás, pero aún alcanza a ver algo, sí, lo ve, ve a alguien vestido de blanco arrojado en la calle, con flores alrededor, muchas flores, y gente, y autos, bicicletas y camiones…

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