#tristezas

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Los días que más recuerdo los pase contigo, entre cobijas, en un cuarto oscuro de una ciudad fría. Tu y yo no teníamos rumbo, aún así andábamos de la mano, como si conociéramos el camino.

Fuiste un mundo nuevo de libertades para mí, un mundo de paseos nocturnos, llenos de besos y sonrisas. Los días sin programación, donde nos cogía la tarde para hacer de comer, o enredabamos el hambre con sushi, mientras entre películas y sexo pasábamos la tarde.

Jamás dejé de quererte, pero has de entender que mi realidad no es desprogramada, que vivo en tierra caliente, dónde los helados y los amores se derriten y las cobijas te sofocan. Que nosotros coincidimos en un instante, pero los instantes no son eternos aunque los queramos con toda el alma.

Fuiste mi mundo de libertades, entre cobijas de un cuarto oscuro en una ciudad fría. Pero amor mío, Yo soy de tierra caliente.

Tengo sentimientos encontrados contigo.

Te escribo porque debo decirlo, más no pienso leertelo. Es algo que hago por mí, porque me necesito y no me encuentro.

Me alejo de tí no porque te quiera menos, todo lo contrario. Te quiero demasiado. Te quiero más de lo que pienso, cada día, cada hora como una obsesión. Eres mi obsesión, y eso, cariño, no me lo puedo permitir.

Me alejo de tí no porque no me quieras, eso lo tengo claro. Me quieres, pero no sabes para qué, y eso, querido amante, es lo que me hace irme.

Me alejo de tí porque debemos encontrarnos

Cada uno

Con sí mismo.

Me alejo de tí porque aunque te quiero y me quieres, lo hacemos de formas diferentes, y en el amor debemos hablar el mismo idioma.


Me alejo de tí pero que sepas que no es porque quiera, o no te quiera.

Es porque me quiero.

- Lunática

Nunca nada me animó a confiar en mí, pero siempre creí en la promesa del horizonte. Tan ficticia como mis talentos, tan lejana como sueño de otro.

Caminé hacia ella hasta donde mi cabeza pudo imaginar, y varias veces llegué a visualizarme bajo el claro de luna convertida en lo que siempre había querido: ahí estaba yo al cerrar los ojos, hecha de millones de partículas de ensueño; pero también estaba ahí al abrirlos, sumida en la densa hostilidad de una noche sin claro ni luna.

De otros, será de otros, la posibilidad de volverse aquello que cultivaron desde la primera quimera, más por mi parte ya voy creyendo que estrellada he nacido. Sucedió este pensamiento cuando mi madre me habló sobre conectar mis cables a la tierra y dejar de ser como yo: “madura de una vez, los hobbies vendrán después”. Humedecí mi camisa de paño llorando un poco como respuesta, hasta que dije en voz alta que me olvidaría de mis ideas sobre alcanzar un día cualquiera aquella línea indescifrable. “Si no tienes madera para triunfadora, deberías ser profesora”, fue lo que me aconsejó una vecina, y se me grabó a fuego aquella sensación posterior, mezcla de tristeza e indignación. Pude haberle destruido con argumentos cada una de sus palabras, pero no me quedó fuerzas más que para llorar en mi almohada.

Estoy empezando a creer que esta realidad me supera y que en cualquier momento me llamarán por mi apellido para decirme que  para todo ya  estoy demasiado vieja. “Señora, está llegando tarde, nuevamente”, “usted no cumple los requisitos”, y en el centro mi madre diciéndome otra vez “los hobbies vendrán después”.

No diré que ya no sigo pensando en la promesa del horizonte, a veces todavía me acecha el recuerdo de caminar como brújula perdida hacia uno no sabe dónde. Creo porque al final del día me gustaban más esas lágrimas de saberme peregrina de un destino no escrito, pero lleno de profecías, tan ficticias como mis talentos, tan lejanas como sueño de otro.

Una imagen mental en donde parezco otra, cierro los ojos y floto en el agua de un estanque verde de algas.

Un acorde en do sostenido y el suplicio de una gárgola muriendo.

Una sombra sentada en un parque de Chicago que se espera.

Un piano, Yann Tiersen y La plage como banda sonora de la vida de alguien.

Una caminata antes de estrellar en la noche interminable.

Un hueco en el asiento de al lado que desprende todavía calor corporal ajeno y lejano.

Una persona que antes conocías y ahora no.

Un chico que escribe poesías de amor desesperado y sueña con dormir un domingo la siesta junto a la chica que le gusta.

Una chica que se duerme escuchando los pronósticos románticos de su horóscopo para el día siguiente.  

Un foco en el baño que enciende a medias.

Una llamada que no sucederá de nuevo.

El agua en la ducha que cae sin nadie abajo.

Saudade en todos lados. 

Nostalgia por lo perdido.

Melancolía del no saber.

Un cambio en la forma de ver, sentir y pensar. Un cambio en la manera de hablar, gesticular y actuar.

Necesito moverme con la libertad de saber que he cambiado de paradigma. Las teorías sobre fantasmas y bichos que mueren al acercarse a la bombilla de la luz ya no pueden servirme de sustento argumentativo.  

Un cambio en la forma de escuchar, latir y querer. Un cambio en la forma de caminar, leer y apreciarme.  

Quiero mirarme en el reflejo de todas las vidrieras de la ciudad con la certeza interior de que florecen de mí, cada día, camelias y tulipanes de todos colores. Porque quiero poder despertarme un día y decir que por fin las flores han crecido en mi jardín.

Un cambio en la forma de tomar sol y decisiones. Un cambio en la forma de responder “sí”, para que suene más a un “no”,todas las veces que lo crea conveniente para mí. Porque quiero dejar de olvidarme.

Anhelo encontrarme corriendo descalza sobre la arena caliente de todos mis recuerdos, sin temor de muchos de ellos, tan enraizados en mi memoria. Anhelo saberme, beberme, extasiarme y salir de mi ombligo al de algún otro que me diga, entre atardeceres, que quiere extasiarse conmigo.

Un cambio en la ropa de vestir que les cuente a los demás quién soy antes de que una respuesta llegue a mi boca. En un mundo donde todo es simbólico y la distancia entre el ser y el parecer cada vez es más extensa, quiero adornarme de la forma que más me represente. Apesta un poco la idea, por lo superficial, pero en esta sociedad todo lo que vestimos (entre otros cientos de factores) construye una imagen de nosotros mismos que les ofrecemos a los demás en unos pocos segundos, y por la que nos juzgarán siempre, aunque después nuestra forma de ser les demuestre lo contrario. Así que, basta de transmitir un mensaje equivocado acerca de lo que somos, y a brillar, mi amor. 

Quiero abrazarme cada hilo y tejerme para el invierno un chaleco que cobije y mantenga abrigados todos mis sueños, para que no se me escape ninguno ni se me mueran de frío, soledad o hambre en algún descuido o cuadro cuasi pasivo-depresivo menor. Uno nunca sabe.

Un cambio que me shockee, me noquee, me trasforme, para el bien, por supuesto, y cuyos efectos sigan siendo visibles incluso durante largos períodos de tiempo. ¿Es posible?

Para empezar, creo que debo dejar de ocupar el lugar de quien contempla, para pasar a ser protagonista de mis propias escenas a contemplar. No sé si se entiende, pero la verdad es que a estas horas ya habla mi inconsciente y no tengo chance de verificar si mis ideas distan de ser coherentes o no.

Quiero decirme a mí misma: basta de mirar cómo a los demás la vida les pasa, mientras a vos la vida te pasa, pero por encima. Porque quiero ver crecer el pasto de mi casa, y no compararlo con el de mis vecinos. “Ya basta de esa idiotez, querida mía, es hora de salir del frasco”.

No es que viva en un frasco de mermelada durante gran parte de mi existencia, la verdad, hay días en los que los demás me importan un carajo. Pero últimamente me he vuelto más reflexiva sobre el temita, mientras voy en el colectivo urbano o almuerzo en el comedor de la universidad, rodeada de personas  (no digo todas) interesadas en conseguir un título, para ganar dinero y comprarse cosas.

Después están, por supuesto,  esas otras personas siempre radiantes y frescas que parecen traer el verano con ellas. Todo en la vida les fluye, eso parece.

Y uno termina preguntándose qué habrá hecho en la otra vida para merecer tanta desgracia de tener que contemplarlas siendo tan felices. Y uno se replantea sobre la vida, el significado de la existencia, y si vale la pena intentarlo o no durante otro año. Y uno viaja, camina, se levanta y en el celular pone de título de la alarma un “hoy será un gran día”. Y uno intenta creerlo con esfuerzo de espartano y casi como evitando cualquier pensamiento instantáneo que se cuele y lo refute, porque sí, “hoy será un gran día”.

Y uno anda, como doce horas al día, sobreviviendo (afuera), y cuando llega a casa suelta todo y abraza a su perro, al gato, a la madre, a quien sea y se siente un héroe (adentro). Y uno se baña, come un sándwich de cualquier cosa  y se acuesta a dormir, programándose para mañana otro gran día, aunque todo le salga para la mierda y por momentos el miedo le haga flaquear las ilusiones y hasta hable en su nombre.

Y uno llora cuando el corazón ya no le resiste más tristezas y desilusiones, o cuando se siente impotente ante las percepciones de su mente. Y al rato uno ríe, a carcajadas, sin darse cuenta, mientras anda. Y a medida que pasan los días uno descubre que no anda solo, sino que anda con otros que andan y sientan igual, en menor o mayor grado, en los mismos o distintos momentos, pero que andan y sienten igual.

Y así, día tras día, hasta que cual epifanía a uno se le revela que es corta la bocha.

Y, entonces, uno sigue andando, porque uno sigue cambiando. 

Para acompañar el viaje de la lectura… 

Querida mía, sucede que de la noche a la mañana y de tanto dar vueltas sobre sí mismo, el corazón se te volvió mezquino, ahora sólo vienes por amor propio.

Llegas y por inercia haces siempre las mismas cosas: sentarte y esperar; esperar y bostezar; bostezar, esperar, sentarte y poner cara de traste, sin notar siquiera que a tu alrededor todo se vuelve un poquito más recuerdo con cada tic- tac del reloj. ¿Por qué no puedes ver que los días ya no son los mismos aunque el calendario grafique lo contrario?

Otra cosa que haces es llegar por las tardes e irrumpir la calma con tu tozudez desconsiderada, y no te das cuenta, porque no te das cuenta, que ya no te queda para nada.

Ya no te queda quejarte de tus padres frente a sus caras, como si no te escucharan, como si no les importara, como si fuesen seres impermeables al dolor.

Ya no te queda, tampoco, ese aire orgulloso de rebelde adolescente que grita enloquecida nueve de cada diez situaciones cotidianas que, o son una maldición del destino, o cruel consecuencia del sistema enfermo en el que vivimos. Vamos, que te haya bloqueado en el Whatsapp no puede ser para tanto.

Y ya que estoy, mucho menos te queda comer a deshoras y el hecho de que no te importe ni una mierda ayudar a tu madre en los quehaceres del hogar.

Y no, no se trata de acciones que, dirás, muchos realizan por obligación y no por real intención, y que entonces por no ser hipócrita y en cambio sí fiel a vos misma prefieres no realizar. Se trata de que te detengas un momento y la veas; quizás esté allí, de pie en la cocina, picando cebollas sin lagrimear ni un poco. Sola, completamente sola, porque ya ni a charlar sobre el clima te le acercas.

Se trata, también, de que empieces a intentar mirar más allá de tu propio ombligo, y de que te quites la idea, esa estúpida idea, de que todos se alejan de vos a propósito, cuando sos vos la que alejás a todos con tus muros insensatos.

Y decime, ¿qué hacés mendigando amor a un tipo que ya te dio las mil y una razones para que lo dejes?

Ahora te observo yéndote mientras estás sentada del otro lado de la mesa y me cansás, me irritás. Me dan ganas de tomarte de los hombros y sacudirte todos los pensamientos idiotas y vacíos de todo lo bueno y hermoso.

Se me revuelven las tripas y quiero gritar que te odio, ahí, en la cara de tu indiferencia a lo que en verdad acontece tan cerca tuyo y que se va sin que te pares a pensar en ello, pero no lo hago. Lloro, en cambio, escondida en alguna parte, horrorizada ante la idea de odiarte.

¿Qué haces aquí todavía?, ¿por qué insistes en volver yéndote? Quiero que te vayas de esta casa y regreses cuando en serio estés regresando; cuando sepas comprender y querer genuinamente los corazones envejecidos de tus padres; cuando te mires y sientas un profundo amor soleado nacer, por vos, por la vida, por los días y personas que pasan; y en definitiva: cuando creas y des fe de que este domingo triste como el blues por fin ha terminado. Para todos.

Se recomienda leer la siguiente historia con esta canción de fondo.

Leticia recorre apresurada el pasillo hacia la terapia intensiva del hospital. Hacía menos de media hora se encontraba paseando en el centro de la ciudad junto a un par de amigas cuando recibió el fatídico llamado; era la voz quebrada de su madre diciéndole que el abuelo Juan había sufrido un pre-infarto y que su estado ahora era impredecible. “Pero si ayer fuimos al jardín japonés juntos”, fue lo primero que pudo expresar Leticia, casi por inercia. “Estas cosas pasan, hija”, respondió la madre sin pensarlo demasiado.

 Diez calles hacia el norte del hospital, Tomás espera parado cerca de las vías de  una vieja estación ferroviaria fuera de funcionamiento, mientras se fuma el quinto cigarro en menos de diez minutos. La transpiración nerviosa le brota por los poros como agua de regadera pero se rehúsa a quitarse la campera de Adidas que le robó a un “cheto” en la avenida Santa Fé a plena luz del día. Es su medalla de honor, la prueba de fuego que demuestra que pertenece a la “banda de la (villa) 32”, una especie de grupo de chicos entre 15 y 20 años que se autodefinen como grandes despreciadores de las vulgaridades de la gente rica. Robarles significa para ellos algo así como un acto de justicia por mano propia.

 “Tienen de todo y nosotros no tenemos nada, siempre fue así, el que menos tiene cada vez tiene menos, y el que tiene más, cada vez más. ¿Qué le hace que le robe una campera? De seguro ahora va con la “black card”, no sé qué de su papi y se compra otra”, se excusaba Tomás con su abuela que lo miraba con tristeza y preocupación desde un rincón de la casa. “Vaya y devuélvela, mijito, uno puede ser el más pobre pero el más digno también”, le había dicho  la mujer el día que lo vio llegar con una campera Adidas azul radiante.  Pero no había forma de entrar en la cabeza de aquel nieto que le había salido terco por naturaleza  cual cabra que tira para el monte.  “Sos igual que tu padre, y ambos sabemos cómo le fue”, finalizó la anciana retirándose hacia otra habitación.

 Alguien cruza la pasarela que está sobre la vieja estación de trenes cargando dos bolsas de papel madera con quesos, lechuga, tomates, servilletas, dos botellas de vino tinto, pan fresco, un Página/12 y dos películas noventeras, Magnolia y Trainspotting, esta última porque  Pedro no puede resistirse a ella. Es Edith, que camina sin prisa alguna lidiando como puede con los 32 grados de calor. Se pregunta cómo puede ser que todavía en América Latina se conserven símbolos estadounidenses para la navidad: “en mi puta vida vi un pino,  ¿y eso que le da vueltas?, eso simboliza la nieve, ¡y  nosotros estamos en pleno verano durante las fiestas! Del mismo modo, ¿al gordo no le hará calor con esa ropa por acá? Pensar que los colores rojo y blanco del traje remiten a Coca-Cola que empezó a lucrar con  la idea de Santa cuando esta se le presentó fresca… Mierda, qué calor hace la reconcha de la lora”.

 Edith por fin llega a su departamento, “justo yo tenía que elegir el edificio con el ascensor averiado”, exclama en voz alta al cerrar la puerta. Ubica las bolsas en la mesa de la cocina, se descalza y va a lavarse las manos. “El gato no está a la vista, a lo mejor los vecinos se enteraron que lo tengo hace seis meses y ahora el gerente del edificio me va a multar o peor, me alejarán de Oscar Wilde, lo cual me rompería el corazón, nunca me habían gustado los gatos… Oscar Wilde prácticamente desafió las leyes de mi universo, es casi… ah, pero si ahí está, vivito y coleando”, piensa ahora mientras lo alza y busca en las alacenas el alimento para darle.  

 Pedro sigue sin llamarla. Anoche, justo antes de cerrar los ojos junto a los suyos Pedro le había dicho que la llamaría desde el restaurante para organizar lo que sería su “pequeña fiesta de noche buena”. Al escucharlo Edith le había sonreído satisfecha sintiendo mariposas, flores y pájaros inundándole el corazón hasta que se quedó dormida sobre su pecho.

 Edith se confesaba muy mala cocinera, pero muy buena catadora de vinos, así que aunque siempre le intimidaba tener que cocinar para un chef tan galardonado como Pedro, encendió el reproductor de música y con Ella Fitzgerald se dispuso a empezar la cena, sabiendo que si al final todo resultaba asqueroso unas buenas copas de vino los salvaría de una mala noche.

 Del otro lado de la ciudad, Malena de cinco años canta bajito versos de Violetta y da vueltas sobre sí misma en una esquina del Boulevard Alvear. Espera a su papá que está hablando con otro señor sobre cosas que no entiende y no le importan. Se concentra en su vestido que gira y gira con ella y se mueve para todas partes, mira sus manos y busca mantener el equilibrio al detenerse. Hay mucho tráfico en la calle, los autos, bicicletas y algunos que otros camiones van y vienen en ambas direcciones. Es navidad y lo sabe, ya la tía Charo le contó sobre el nacimiento de Jesús y que Papá Noel es una farsa, pero en lo único que piensa es en el regalo.

 Malena busca la mano de su padre que sosteniendo un diario bajo el brazo sigue hablando de cosas y cosas mientras ríe y hace gestos con la cara. Empieza a fastidiarse, y a aburrirse, y a querer llorar para llamar la atención, pero de repente ve algo detrás de los autos, bicicletas y camiones que van y vienen. Ve una flor, y después otra, y otra, hasta que se da cuenta que en la esquina de enfrente hay cientos de flores en exposición.

 Se trata de la florería El ruiseñor, que como en todas las navidades explota de gente que entra y sale. La navidad es el segundo San Valentín para la florería más famosa.

 Malena jala de la mano de su padre que la mira y le dice que la espere un momento. Malena le señala las flores y el padre repite lo mismo otra vez pero con más firmeza.

 Y Malena continúa mirando las flores en medio del tráfico que se mueve como una ráfaga frente a sus ojos cuando algo sucede. La gente empieza a murmurar consternada, los autos, bicicletas y camiones se detienen bruscamente en la esquina de enfrente. Malena no escucha, es como si estuviera bajo el agua de la pileta de su prima Sofía,  sólo mira y no entiende. Su padre la toma entre los brazos, se despide del señor amigo y camina rápidamente subiendo por el boulevard. Abraza a Malena y le susurra repitiéndole que “no pasó nada”. Malena se aferra al pecho ancho de su padre y mira a través de sus hombros. La esquina de las flores ahora se aleja mientras ella siente que camina hacia atrás, pero aún alcanza a ver algo, sí, lo ve, ve a alguien vestido de blanco arrojado en la calle, con flores alrededor, muchas flores, y gente, y autos, bicicletas y camiones…

Simplemente la noche fue hecha para decir cosas que no se podían repetir en la mañana.

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