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La hija única pinta las decisiones de una mujer frente a una sociedad aún repleta de convenciones difíciles de erradicar -ligarse las trompas-, además la complejidad de tomarlas -la amiga que traiciona sus ideales de no ser madre para convertirse en una a pesar de correr graves situaciones o la madre soltera, su vecina, y el hijo que por momento se vuelve insoportable.

Desde El cuerpo en que nací, El matrimonio de los peces rojos, Premio Ribera del Duero, hasta Después del invierno, novela con la que obtuvo el Premio Herralde, Guadalupe Nettel siempre ha tenido una puesta por el descubrimiento interior, ha buscado siempre una actitud de entender el mundo psicológico, el mundo moral en torno a la figura de una escritora mexicana afincada en Francia, que envuelve prácticamente toda su diégesis.

El cuerpo es un tema preponderante dentro de la narrativa de Nettel; podemos entender ese espacio exteriorizado, cristalizado, del mundo femenino, frente a las respuestas del amor, del erotismo y ahora en esta novela principalmente como una no-madre y como madre.

Por eso La hija única, como bien se ha dicho, es una novela descarnada, no esconde miedos, temores, al contrario, los expone y los libera, así el personaje cobra vitalidad y cobra fortalecimiento en sus disposiciones.

El sistema mediático tal vez es influyente en la toma de decisiones contra o favor de la maternidad, pero también está la creencia de esos discursos modernos de la feminidad. Por eso La hija única, como bien se ha dicho, es una novela descarnada, no esconde miedos, temores, al contrario, los expone y los libera, así el personaje cobra vitalidad y cobra fortalecimiento en sus disposiciones. Pero hay momentos, que en el contorno donde vive, donde se expresa, donde enuncia, ponen en juego la credibilidad y la cotidianidad. La narradora tiene que lidiar con esto. La hace conectarse con esos miedos y frustraciones, lo ideal, lo emocional, de las madres. La capacidad de describir estas situaciones cotidianas, que no parten de ningún sueño, de ninguna ficción, se contrapone con la virtud de concentrar esfuerzos en buscar distracciones como describir el comportamiento diario, instintivo, de las palomas y del nido en el balcón.

No en vano, la narradora hace hincapié a un escritor excelso hoy en día: el rumano Mircea Cartarescu, y no en vano hace una mención a su lectura de una de sus novelas inconmensurables: Solenoide.

“Cada uno debe decidir qué quiere y qué hacer con su propio cuerpo. Todo el mundo tiene derecho a no ser excluido, sea cual sea su elección”, ha declarado la escritora al respecto. La hija única, la narradora, finalmente se libera de prejuicios, y su lucha, sea política, moral o emocional en medio de una sociedad que aún impone sus leyes contrarias, en especial hacia las mujeres, encuentra su propósito para la búsqueda de una libertad. Esto le permite conducirse sin márgenes ni marginación como apoyar y participar en grupos o movimientos feministas.

Con todo, la novela sirve para encarar la realidad, una realidad distinta de la maternidad, de la naturaleza, y Nettel logra componer esos escenarios con justicia.

por René Llatas Trejo para Buensalvaje

La escritora mexicana Guadalupe Nettel publica La hija única (Anagrama) una novela acerca de la maternidad en su concepción más cruda y sincera. Abarca el derecho a decidir no ser madres y la lucha por las libertades femeninas. 

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EnConfabulario Christopher Domínguez le dedica una reseña elogiosa. Aquí compartimos un extracto:

Desde el inmóvil y desgraciado Macario faulkneriano que abre El llano en llamas, la literatura mexicana no alumbraba un personaje tan memorable, por imberbe, como Inés, la niña condenada a morir tan pronto nazca, en La hija única (Anagrama, 2020), de Guadalupe Nettel. Ha habido nonatos alegóricos que devoran historia futura, como el de Carlos Fuentes, en Cristóbal Nonato (1987), pero ningún otro niño, desde Juan Rulfo, tan poderoso como el de Nettel. Si la sabiduría antigua advierte que aun el recién nacido es lo suficientemente viejo como para morir, Nettel nos ofrece una novela logradísima sobre un tema que exigía, sobre todo, de maestría moral. Exponiendo el caso ­­–basado en una historia real que le fue confiada por una amiga– de una niña que morirá al nacer o poco después, habiéndose desarrollado uterinamente casi sin cerebro, los riesgos de lo tremendista o de la tragedia llana parecían ineludibles para casi cualquier autor y hasta fatalmente tolerables para no pocos lectores.

Ante la microlisencefalia de Inés, empero, no me sorprendió la seguridad en el trazo de Nettel porque de pocos de nuestros novelistas puede decirse lo que de ella, quien de novela en novela ha ido evolucionando con tenacidad y buen tino. Lo suyo era lo fantástico cotidiano, que la atormentaba desde la adolescencia y la condenaba, acaso, a parir una progenie de Macarios. Estos aparecieron –lo digo de manera figurada– en varios de sus cuentos y en El huésped (2006) y de ellos, Nettel supo deshacerse para llegar a esa empresa de autoconocimiento que fue El cuerpo en que nací (2011) o el trasiego generacional del amor expuesto en Después del invierno (2014), hasta convertirse a lo que todavía puede llamarse, de manera avara y concisa, realismo.

Su realismo rehúye el sentimentalismo pero entiende a la novela como una suerte de ciencia de los sentimientos, lo cual le permite entrometerse con sagacidad y tacto entre Alina y Aurelio, los aterrados y contritos padres de Inés y seguir, tras ellos, el duelo escenificado por un nacimiento que muy pronto habrá de convertirse en pérdida, al grado que –una vez informados del predecible desenlace por los médicos– se deshacen del mobiliario y la vestimenta destinadas a la bebé y en cambio le compran una sepultura, porque legalmente, la niña nacerá y legalmente, también, morirá. Pero las cosas ocurren de otra manera en este libro sagazmente documentado.

Lo asombroso, en términos literarios, no es que Inés no muera y luche por sobrevivir ante el azoro de sus padres y de neurólogos, de pediatras y de tanatólogos a la postre desempleados, sino la capacidad de Nettel para convertirla en un personaje autónomo e inolvidable. No es la juiciosa Alina, madre entera sin llegar a ser una “madre coraje” pues contempla el infierno implícito en la sobrevivencia de la minusválida y recibe una pócima para hacerla morir si así lo decide la infortunada pareja, ni el leal Aurelio, un padre a la altura de las circunstancias, ni Marlene, la nana tan singularmente dibujada en su adicción a su oficio, el personaje central de La hija única. Lo es Inés, un verdadero centro de gravitación de una novela que se permite una subtrama necesaria para otorgarle un destino inesperado a Laura, la narradora de la historia: hacerse cargo de una madre soltera y de su hijo, sus vecinos.

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