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Esta vez el edificio se va a la porra, Pierre Michon

“Si la cultura tiene algún sentido —escribe en “El tiempo es maese consumido”, texto de picado a Balzac en Tres autores—, es ese saludo fraternal a los manes de los grandes muertos.” ¿Cuáles son sus grandes muertos?

Para no salir de Borges y sin forzar demasiado las cosas, podría decir que son todos los muertos de la Biblioteca Universal. Todos cuantos cedieron al vértigo de escribir, se sintieron indignos de ello, pero no por ello dejaron de añadir su ladrillo al monstruoso edificio de la letra.

Aunque la verdad es que no, que cuando le digo esto peco de mala fe. Los que importan son los que colocan el ladrillo como si fuera dinamita, diciéndose: esta vez el edificio se va a la porra. Los que sienten tal amor por la biblioteca que querrían que se hundiera con ellos y por culpa de ellos. Esos cuya obra tiene la pretensión exorbitante de dar carpetazo. Y, por supuesto, en quien pensamos es en Rimbaud. Pero Baudelaire, Proust o Faulkner estaban en la misma trinchera. O tiraban con los mismos cartuchos.

[…]

Existe en usted una tentación de silencio, una fascinación por un mundo sin escritura, que nos encontramos, en Vidas minúsculas, en Dufourneau, “algo así como un Rimbaud que ha salido mal”, como escribió Jean-Pierre Richard, o en el campesino Foucault que se niega a ir a París para que lo operen de un cáncer so pretexto de que es analfabeto.

Sí, es una tentación muy fuerte. Escribir es hasta cierto punto justificarse sin que nadie te lo pida y una justificación de ese tipo es siempre de lo más cómico. Lo que quiero por encima de todo es la literatura, los libros, los autores, me paso la vida en compañía suya. Pero, en una zona más honda, de todos esos autores, de los que me gustan, de los que estimo, de los que idolatro, de los que no me gustan, tanto de los que se creen muy listos como de los que van de tartufos, de los avispados y de los crédulos, de los chantajistas y de los mendigos, en una zona mucho más honda, de todos nos reímos. Hay en todo lector una vocecita interior por lo bajo le dice a lo que está escrito: ¡anda ya! Lo peor es que en el mismísimo momento en que estoy escribiendo, una vocecita interior me dice de repente: ¡anda ya! Y, claro, entonces dejo de escribir, me callo. Por eso es por lo que la mayoría de mis textos están sin acabar, incluso aunque pueda no notarse. Así funciona esto, por tajadas sucesivas de breves Iluminaciones y de unos Harar minúsculos.

¿Un escritor es siempre un impostor?

Ahí es la cuestión de la verdad en literatura. No cabe duda de que a partir del momento en que la literatura ha quedado establecida como fin en sí, sin Dios, sin justificación externa, sin ideología que la sustente, como un campo autónomo, dice Bourdieu, a saber, más o menos con Flaubert o con Mallarmé, o algo antes, a partir de ese momento todos los escritores han sido unos impostores, puesto que no podía alegar más autoridad que la propia. Pero eso es también la fuerza de la literatura a partir de esas personas: todos los escritores se sitúan solos frente a la totalidad del ser, sin muletas. De esta forma titubean todos los autores de ese siglo entre la sensación de su incapacidad, de su impostura (¿por qué iba yo a dejar constancia más que otro cualquiera de la totalidad del ser?) y el deber que tenían de intentarlo pese a todo.


Pierre Michon

Entrevista con Thierry Bayle, 1997

Llega el rey cuando quiere

Traducción: María Teresa Gallego Urrutia

Editorial: WunderKammer


Foto: Francis Azevedo

Pierre Michon

En la vida no se producen argumentos, Josep Pla

Después de hablar, durante tantos años, de lo que es y no es una novela, se ha llegado a tener una idea tan vaga sobre este género literario, que temo que La calle estrecha deba ser considerada como una novela de las del montón.

He aquí, esquemáticamente explicado, lo que sucedió con este libro.
En un momento determinado me pareció divertido, sobre todo para evadirme de la pesada actividad periodística, utilizar la idea stendhaliana del espejo. Así es que hice pasar un espejo —mi modesto espejo— por una pequeña población del país, por una población llamada Torrelles, de unos cuatro mil habitantes. El espejo reflejó las imágenes que viven en este libro —imágenes que he descrito lo mejor posible y de acuerdo con las preferencias que mantengo desde la época, ya lejana, en que empecé a escribir: es decir, procurando poner el máximo interés en los detalles.

El espejo me proporcionó una serie de imágenes, pero acabé comprobando que no reflejaban ningún argumento trabado, ninguna arquitectura concreta. Un espejo es una fuerza pasiva, desprovista de facultades ordenadoras. Si el espejo no refleja ningún argumento es que por delante suyo no pasó ninguno. Ahora bien, como que este hecho me confirmó la sospecha que ya tenía de que en la vida no se producen argumentos a no ser por una rarísima casualidad —y que, por lo tanto, las novelas con argumento, más que reflejar la vida, arbitran una forma de artificiosidad—, no me consideré lo suficientemente autorizado para ser más papista que el papa ni, por lo tanto, a modificar ni en lo más mínimo estos reflejos del espejo.

El solo hecho de que el público crea que las novelas deben tener argumento, no quiere decir ni mucho menos que existan argumentos en la vida. Esta necesidad del público es lo que demuestra que la vida, llevada al terreno literario, es una segregación informe y caótica de imágenes. La fatiga que produce este caos incesante e incomprensible es lo que hace desear una ordenación y una coherencia, aunque sean artificiales, arbitrarias y completamente inverosímiles. El bosque siempre enerva un poco. El jardín es más lógico y de mayor placidez. La característica de la vida viene definida por su insobornable variedad. Por eso hablamos siempre de la unidad como de un paraíso perdido en una lejanía tan remota que nos deja desolados.

Así pues, La calle estrecha no contiene ningún argumento satisfactorio. Ponerle uno habría rebasado mi proyecto, que era —repito— utilizar y simplemente el espejo. He tratado puramente de practicar la definición stendhaliana en un lugar concreto y determinado. Las imágenes reproducidas por el espejo no están tocadas —ciertamente— de una belleza ideal. Son imágenes absolutamente vulgares, de una extraordinaria vulgaridad. No me he atrevido a modificarlas ni aún mucho menos retocarlas. Son imágenes de la vida tal como es, más que imágenes inventadas y convencionales. Son imágenes de la realidad. En este sentido, el presente libro se encuentra en la línea de la prosa que se escribe en los países en que existe todavía una literatura. Esta prosa se halla afectada por un creciente respeto a la realidad prodigiosa e inagotable, grosera y mágica.

Esta novela es, en último término, el resultado que he obtenido pasando mi espejo por la calle Estrecha de Torrelles. Si la pequeña aventura no ha conseguido efectos más conspicuos y brillantes, ello se debe sin duda a que estos tiempos que vivimos no pueden dar más de sí.

Josep Pla
Palafrugell, otoño 1949
Cadaqués, primavera 1951
Prólogo a La calle estrecha
Editorial: Destino
Traducción: Néstor Luján

Foto: Josep Pla

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