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Si falla una vez, fallará siempre.

Ni siquiera recuerdo cuantas veces me han decepcionado con la promesa de cambiar en el nombre del amor, antes era tan egocéntrico que creía que aquello que yo sentía por alguien más podría alcanzarlos hasta el fondo de su corazón y motivar en ellos cambios sobre cosas tan importantes que incluso tenían años arraigadas en su manera de ser, pero la frase “el amor todo lo puede” muchas veces es mal interpretada, porque no se refiere al amor que alguien nos ofrece, si no al que nosotros sentimos por ese alguien, en otras palabras no importa lo mucho que una persona nos pueda amar eso no generará ningún cambio en nosotros, para cambiar lo que importa es lo mucho que nosotros amemos a esa persona y el sentimiento de no querer perderle nos obligará a luchar contra nuestra propia naturaleza.

El problema es que la mayoría de las personas ya no saben querer, casi todos dicen estar enamorados, pero si eso fuera cierto el mundo sería un lugar mucho mejor, porque aquellos que son capaces de amar con todas sus fuerzas son personas más sensibles también a los problemas de los demás, sin embargo podemos ver como cada vez nos des sensibilizamos más y más de los problemas ajenos, cada vez nos resulta más sencillo voltear la cara ante la necesidad de alguien más, pretendiendo no haberle visto, como si el hecho de no verle lo borrará de la existencia, como si con eso fuéramos capaces de aliviar en algo su dolor, pero no es su dolor el que nos interesa aliviar si no el nuestro, porque a pesar de ser unos egoístas nos gusta pensar que no, queremos percibirnos a nosotros mismos como buenas personas, como gente que sabe amar y merece ser amados.

El egoísmo es cada vez más intrínseco en el ser humano y seguimos cambiando las reglas del juego de tal forma que podamos involucrarnos menos con los demás, porque en realidad percibimos las relaciones como problemáticas y complicadas, y solo lo serán para aquellos que se consideren por encima de los demás, pero una persona que se considera superior o más importante que otro nunca será capaz de amar, por mucho que le amen los demás él no será capaz de corresponder ese amor, a final de cuentas esta clase de personas piensan que los demás deben de amarles, simplemente porque son superiores a los demás, y aunque ellos digan amar a alguien en realidad solo le tendrán un cierto aprecio, pero nadie que se considere superior a ti se sacrificará en ningún sentido por tu bienestar, al mismo tiempo nadie así podrá nunca cambiar por ti, porque tu amor no es lo que le podría impulsar a cambiar si no el que llegue a tener por ti el cual siempre será muy por debajo de lo que se considera amor real.

La gente que engaña es regularmente egoísta, sobrepone sus deseos al bienestar de la persona que le ama, incluso al bienestar mutuo, porque como dije antes se considera por encima de los demás, por eso quien te engaña una vez lo volverá a hacer, quizás se comporte durante un tiempo, pero al final volverá a caer en sus actos egoístas, porque en realidad a la única persona que ama es a él mismo, y ni tu ni nadie pueden representar algo tan importante como frenar sus actos de egoísmo, por eso te recomiendo que si estas con alguien que ya te falló te marches lejos de él, ya que las posibilidades de que en realidad llegue a cambiar son realmente tan bajas que no vale la pena apostar el corazón una vez más.

Gustavo Mendoza - ABC del Amor


Un cambio en la forma de ver, sentir y pensar. Un cambio en la manera de hablar, gesticular y actuar.

Necesito moverme con la libertad de saber que he cambiado de paradigma. Las teorías sobre fantasmas y bichos que mueren al acercarse a la bombilla de la luz ya no pueden servirme de sustento argumentativo.  

Un cambio en la forma de escuchar, latir y querer. Un cambio en la forma de caminar, leer y apreciarme.  

Quiero mirarme en el reflejo de todas las vidrieras de la ciudad con la certeza interior de que florecen de mí, cada día, camelias y tulipanes de todos colores. Porque quiero poder despertarme un día y decir que por fin las flores han crecido en mi jardín.

Un cambio en la forma de tomar sol y decisiones. Un cambio en la forma de responder “sí”, para que suene más a un “no”,todas las veces que lo crea conveniente para mí. Porque quiero dejar de olvidarme.

Anhelo encontrarme corriendo descalza sobre la arena caliente de todos mis recuerdos, sin temor de muchos de ellos, tan enraizados en mi memoria. Anhelo saberme, beberme, extasiarme y salir de mi ombligo al de algún otro que me diga, entre atardeceres, que quiere extasiarse conmigo.

Un cambio en la ropa de vestir que les cuente a los demás quién soy antes de que una respuesta llegue a mi boca. En un mundo donde todo es simbólico y la distancia entre el ser y el parecer cada vez es más extensa, quiero adornarme de la forma que más me represente. Apesta un poco la idea, por lo superficial, pero en esta sociedad todo lo que vestimos (entre otros cientos de factores) construye una imagen de nosotros mismos que les ofrecemos a los demás en unos pocos segundos, y por la que nos juzgarán siempre, aunque después nuestra forma de ser les demuestre lo contrario. Así que, basta de transmitir un mensaje equivocado acerca de lo que somos, y a brillar, mi amor. 

Quiero abrazarme cada hilo y tejerme para el invierno un chaleco que cobije y mantenga abrigados todos mis sueños, para que no se me escape ninguno ni se me mueran de frío, soledad o hambre en algún descuido o cuadro cuasi pasivo-depresivo menor. Uno nunca sabe.

Un cambio que me shockee, me noquee, me trasforme, para el bien, por supuesto, y cuyos efectos sigan siendo visibles incluso durante largos períodos de tiempo. ¿Es posible?

Para empezar, creo que debo dejar de ocupar el lugar de quien contempla, para pasar a ser protagonista de mis propias escenas a contemplar. No sé si se entiende, pero la verdad es que a estas horas ya habla mi inconsciente y no tengo chance de verificar si mis ideas distan de ser coherentes o no.

Quiero decirme a mí misma: basta de mirar cómo a los demás la vida les pasa, mientras a vos la vida te pasa, pero por encima. Porque quiero ver crecer el pasto de mi casa, y no compararlo con el de mis vecinos. “Ya basta de esa idiotez, querida mía, es hora de salir del frasco”.

No es que viva en un frasco de mermelada durante gran parte de mi existencia, la verdad, hay días en los que los demás me importan un carajo. Pero últimamente me he vuelto más reflexiva sobre el temita, mientras voy en el colectivo urbano o almuerzo en el comedor de la universidad, rodeada de personas  (no digo todas) interesadas en conseguir un título, para ganar dinero y comprarse cosas.

Después están, por supuesto,  esas otras personas siempre radiantes y frescas que parecen traer el verano con ellas. Todo en la vida les fluye, eso parece.

Y uno termina preguntándose qué habrá hecho en la otra vida para merecer tanta desgracia de tener que contemplarlas siendo tan felices. Y uno se replantea sobre la vida, el significado de la existencia, y si vale la pena intentarlo o no durante otro año. Y uno viaja, camina, se levanta y en el celular pone de título de la alarma un “hoy será un gran día”. Y uno intenta creerlo con esfuerzo de espartano y casi como evitando cualquier pensamiento instantáneo que se cuele y lo refute, porque sí, “hoy será un gran día”.

Y uno anda, como doce horas al día, sobreviviendo (afuera), y cuando llega a casa suelta todo y abraza a su perro, al gato, a la madre, a quien sea y se siente un héroe (adentro). Y uno se baña, come un sándwich de cualquier cosa  y se acuesta a dormir, programándose para mañana otro gran día, aunque todo le salga para la mierda y por momentos el miedo le haga flaquear las ilusiones y hasta hable en su nombre.

Y uno llora cuando el corazón ya no le resiste más tristezas y desilusiones, o cuando se siente impotente ante las percepciones de su mente. Y al rato uno ríe, a carcajadas, sin darse cuenta, mientras anda. Y a medida que pasan los días uno descubre que no anda solo, sino que anda con otros que andan y sientan igual, en menor o mayor grado, en los mismos o distintos momentos, pero que andan y sienten igual.

Y así, día tras día, hasta que cual epifanía a uno se le revela que es corta la bocha.

Y, entonces, uno sigue andando, porque uno sigue cambiando. 

Para acompañar el viaje de la lectura… 

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