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EMBAJADORES DE COSAS EXTRAÑAS

“No sabemos en qué preciso momento nace una amistad. Cuando se llena una vasija gota a gota, una de ellas rebasa al fin la vasija; así, en una serie de actos bondadosos, hay al fin uno que enciende el corazón”.

Ray Bradbury.

Juan y yo teníamos ese tipo de amistad que todo el mundo quisiera experimentar: compañerismo, confianza, solicitud, tomar riesgos y todo lo que puede incluir la amistad en nuestras apresuradas y caóticas vidas.

Nuestra relación comenzó en la secundaria y se fue afianzando a través de las competencias deportivas. Sentíamos mutuo respeto por las cualidades atléticas del otro. Con el transcurso del tiempo nos hicimos los mejores amigos.  Juan fue el padrino de mi boda, y yo el suyo pocos años después.  Es también el padrino de mi hijo Nicolás.  Sin embargo, el acontecimiento que mejor ilustra nuestro compañerismo y que afianzó nuestra amistad, ocurrió hace más de veinticinco años, cuando teníamos veinte, éramos jóvenes y sin preocupaciones.

Juan y yo asistimos a una fiesta en la piscina del club local de natación y tenis. Él acababa de ganar un premio.  Nos dirigíamos hacia el auto bromeando, cuando Juan se volvió y me dijo:

— Alberto, has bebido muchos cócteles, amigo, tal vez yo deba conducir.

Primero pensé que bromeaba, pero como Juan es decididamente el más sabio de los dos, respeté su sobrio juicio.

— Buena idea. — respondí y le entregué las llaves.

Una vez instalado en el volante y yo en el sitio del pasajero, me dijo:

— Necesitaré tu ayuda, pues no sé llegar a tu casa desde aquí.

— No hay problema. — respondí.

Juan encendió el auto y partimos. No sin los saltos y paradas de la primera vez.  Las diez millas siguientes me parecieron cien, mientras le daba indicaciones a Juan: ahora a la izquierda, más despacio, pronto, hay que girar a la derecha,  acelera, etc.  Lo importante es que aquella noche llegamos sanos y salvos a casa.

Diez años después, durante mi boda, Juan hizo que los ojos de los cuatrocientos invitados se llenaran de lágrimas mientras les relataba la historia de nuestra amistad y de cómo habíamos llegado a casa aquella noche.

¿Pero, por qué es ésta una historia tan extraordinaria?   Todos, espero, entregamos nuestras llaves cuando sabemos que no debemos conducir. Pero el asunto es que mi amigo Juan es ciego, ciego de nacimiento y nunca, antes de aquella noche, había estado al volante de un auto.

Nuestra disposición a asumir riesgos y a confiar en el otro, continúa dando significado y alegría al viaje de nuestra amistad.

Dijo Sócrates: Sé lento al entrar en una amistad, pero cuando estés dentro, continúa firme y constante.

Leí alguna vez esta historia en los anales de Ripley (aunque usted no lo crea) le hice esta pequeña ambientación, y me valgo de ella para honrar la amistad, porque creo en su grandeza.

Me gustaría empezar por decir que la amistad no es simplemente un asunto de compinchería, un grupo de personas extraviadas que encuentran su identidad, un refugio contra la soledad y la dureza de la vida, ese ícono en la interfaz de una red social, una coreografía de halagos sin fundamento, el nombre que uno le pone a un montón de personas que se juntan para volverse iguales. Decir que la amistad son las alianzas mundanas, interesadas y de modas pasajeras es prostituirla. 

Si la amistad es esencialmente una relación de amor verdadero, y la nuestra es la era del narcicismo y el simulacro, entonces la amistad requiere en nuestros días un poco de locura, es una suerte de contravía y también es un acto de fe.

La amistad tiene que apostarle al sentido, a la integridad, a la sabiduría, a la dignidad y a la verdad. Es una apuesta al crecimiento y a la virtud en el hombre.

Una amistad verdadera es un pacto sellado para acompañarse en esa apuesta de retarse, cuidarse, enseñarse y deleitarse haciendo sentido en ese camino que es vivir. Sin camino, sin propósito, sin un para qué en la vida, la amistad carece del hilo esencial para cuidar ese pacto. 

Pero la amistad no es sólo el pacto, es también el camino, por eso sólo puede llamarse amistad a esa relación que permanece indemne en las verdes y las maduras, en la abundancia y la carencia, en la coronación y el ostracismo, y que pasa por todas las imágenes del camino y siempre está más allá del camino. 

Muchos creen que amistad es solo complicidad, camaradería e indulgencia. Pero la verdadera amistad debe tener algo de dureza, en medio de una gran ternura. Una dureza que no halaga el ego, que no valida las mentiras, que no apoya la inconsciencia, que no es cómplice en las apuestas mediocres, que no premia ni la victimización, ni la irresponsabilidad, ni la dependencia. El amor de un amigo es incondicional con nuestra alma y nuestra virtud, pero implacable con nuestro ego y nuestra mediocridad.  Por eso el coraje de la verdad es sagrado en la amistad. Un coraje que está dispuesto a poner en riesgo el vínculo en honor a la verdad. Por eso una de las premisas de la amistad es que uno siempre esté dispuesto a perderla por honrarla. Ese es el amigo, el que se para de frente y da la cara y dice las cosas como son, así nos cueste digerir sus verdades.

La amistad no es un pacto de semejanza. En la amistad se ama la diferencia. Y la hermosa unidad que uno encuentra en las verdaderas amistades solo se da bajo la condición de que se respete la diferencia. Para ser uno, los amigos tienen que ser dos primero, cada uno fiel a sí mismo, cada uno auténtico. Por eso los orgullosos, los vanidosos y los avergonzados, los que no han tenido el coraje para pagar el precio de la diferencia, no saben ser amigos.

La piedra que en el papel no es capaz de trazar una línea recta, en el agua hace círculos perfectos.

Así como nadie sabe por qué nos enamoramos, por qué llegamos a creer que sin esa persona no vale la pena la vida, tampoco sabemos qué nos induce a elegir a nuestros amigos, por qué esas personas y no otras, por qué con unas compartimos los secretos más íntimos y nos atrevemos a hablar con ellos como si lo hiciéramos con nosotros mismos y con otras a duras penas nos comunicamos. Conocemos centenares de personas en el transcurso de nuestra vida, gente muy valiosa, pero solo logramos conectar de una manera tan intima y poderosa con unos pocos, es un misterio, como si estuviesen ahí esperando por nosotros o viceversa.

“Algunas amistades son eternas”, dice Pablo Neruda en un poema, “Cuando estás triste y el mundo parece oscuro y vacío, esa amistad eterna levanta tu ánimo y hace que ese mundo oscuro y vacío de repente parezca brillante y pleno”.

Qué vínculo tan extraordinario es la amistad, que parece no tener fin, no importa cuántos años pasen, lo poquito que han hablado o los cambios que la vida haya puesto en el camino. Ese deseo de entender las opiniones del otro, el encontrarnos frente a un espejo que refleja aspectos de lo que somos o el conseguir que alguien aprecie y comprenda nuestras rarezas. Esa fuerza invisible de valores compartidos, de intereses comunes y sobre todo de lealtad. Esa conexión que surge en cualquier momento, en cualquier parte y con las personas más inesperadas. El debate, el humor que no hiere, el sentirse escuchado y poder contar la propia historia, ese lazo que buscamos de manera innata y en la que prima la espontaneidad, no tiene precio.

A diferencia del amor que muchas veces no es lo que parece, la amistad sí es lo que parece. Y es en esa claridad donde descansa su valor. Porque fluye sin estrategias ni apariencias.

Uno va haciéndose de amigos en el transcurso de la vida, pero los primeros, los que hicimos en las primeras etapas de nuestra vida, siguen siendo un grupo aparte, una especie de logia secreta, fortalecida por un lazo unificador casi indestructible, que son las nostalgias comunes.

Jamás sabremos si somos nosotros los que escogemos a los amigos o son ellos los que nos escogen a nosotros, o ya estamos “escogidos” desde vidas anteriores, sin importar cómo fuere, un vínculo así hay que salvarlo como sea.

“Cada amigo representa un mundo en nosotros, un mundo que posiblemente no nace hasta que ellos llegan, y es sólo en este encuentro que un nuevo mundo puede surgir”.

Anaïs Nin

No podemos manifestarnos libremente frente a cualquier persona y en cualquier ambiente, pero en la casa de tu mejor amigo puedes entrar sin ponerte uniforme, sin tener que someterte a recitar el Corán y sin renunciar a nada de cuanto forma parte de tu patria interior. 

No necesitas disculparte por ser como eres, ni demostrar ninguna cosa. Porque un amigo solo considera al hombre, simplemente, honra sus creencias, sus costumbres y sus particularidades. A los amigos hay que verlos como embajadores de peculiaridades, de cosas extrañas, al fin de cuentas, aprendemos a querer esas rarezas y a respetarlas porque los hacen únicos.

“No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo”.

Antoine de Saint-Exupéry.

Todos necesitamos ir allá donde sabemos que  podemos ser puros, por eso no hay mejor lugar para ser que la casa de tu amigo.

Con tu amigo experimentas una grata sensación de autenticidad, las palabras que se pronuncian coinciden perfectamente con lo que sientes dentro de ti. Estás realmente todo tú en cada cosa que dices. No hay que disimular emociones, ni amarrar las palabras o las imágenes que circulan libremente por tu espíritu.  Nada perturba aquel clima de felicidad, naturalidad, pureza y transparencia.

Afortunadamente frente a los amigos no necesitamos máscaras, ni fórmulas, ni etiquetas, porque ellos aman lo que hay y lo respetan. Y al aceptar esa autenticidad, se hacen indulgentes para con su amigo. Ante un amigo no simulamos lo que no somos, ni nos privamos de emociones, porque un amigo del alma es una cumbre al aire libre, adonde podemos acudir a liberarnos de banalidades y sacar a asolear nuestra DIAFANIDAD.

Para todos mis queridos amigos, que tal vez no sean poetas, pero que sin duda, para mi, son un poema.

https://youtu.be/eaKG17XoQ48

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