#libros
21 libros para este 2021
¿Os habéis leído alguno ya?
Consejo
Inspiración para crear personajes.
Consejo
Realismo sucio
El género literario que se centra en la vida personal de los personajes.
Ideas para mantenerse con inspiración.
Cómo construir una escena.
Manuales de escritura creativa.
Recomendadme vuestros manuales de escritura en los comentarios ;)
Julio Ramón Ribeyro
Libro: Los geniecillos dominicales
“Confesión”, Leon Tolstoi
Libro: Qué vas a hacer con el resto de tu vida
Autora: Laura Ferrero
Julio Ramón Ribeyro
Libro: La tentación del fracaso
Lorena Pronsky
En la vida no se producen argumentos, Josep Pla
Después de hablar, durante tantos años, de lo que es y no es una novela, se ha llegado a tener una idea tan vaga sobre este género literario, que temo que La calle estrecha deba ser considerada como una novela de las del montón.
He aquí, esquemáticamente explicado, lo que sucedió con este libro.
En un momento determinado me pareció divertido, sobre todo para evadirme de la pesada actividad periodística, utilizar la idea stendhaliana del espejo. Así es que hice pasar un espejo —mi modesto espejo— por una pequeña población del país, por una población llamada Torrelles, de unos cuatro mil habitantes. El espejo reflejó las imágenes que viven en este libro —imágenes que he descrito lo mejor posible y de acuerdo con las preferencias que mantengo desde la época, ya lejana, en que empecé a escribir: es decir, procurando poner el máximo interés en los detalles.
El espejo me proporcionó una serie de imágenes, pero acabé comprobando que no reflejaban ningún argumento trabado, ninguna arquitectura concreta. Un espejo es una fuerza pasiva, desprovista de facultades ordenadoras. Si el espejo no refleja ningún argumento es que por delante suyo no pasó ninguno. Ahora bien, como que este hecho me confirmó la sospecha que ya tenía de que en la vida no se producen argumentos a no ser por una rarísima casualidad —y que, por lo tanto, las novelas con argumento, más que reflejar la vida, arbitran una forma de artificiosidad—, no me consideré lo suficientemente autorizado para ser más papista que el papa ni, por lo tanto, a modificar ni en lo más mínimo estos reflejos del espejo.
El solo hecho de que el público crea que las novelas deben tener argumento, no quiere decir ni mucho menos que existan argumentos en la vida. Esta necesidad del público es lo que demuestra que la vida, llevada al terreno literario, es una segregación informe y caótica de imágenes. La fatiga que produce este caos incesante e incomprensible es lo que hace desear una ordenación y una coherencia, aunque sean artificiales, arbitrarias y completamente inverosímiles. El bosque siempre enerva un poco. El jardín es más lógico y de mayor placidez. La característica de la vida viene definida por su insobornable variedad. Por eso hablamos siempre de la unidad como de un paraíso perdido en una lejanía tan remota que nos deja desolados.
Así pues, La calle estrecha no contiene ningún argumento satisfactorio. Ponerle uno habría rebasado mi proyecto, que era —repito— utilizar y simplemente el espejo. He tratado puramente de practicar la definición stendhaliana en un lugar concreto y determinado. Las imágenes reproducidas por el espejo no están tocadas —ciertamente— de una belleza ideal. Son imágenes absolutamente vulgares, de una extraordinaria vulgaridad. No me he atrevido a modificarlas ni aún mucho menos retocarlas. Son imágenes de la vida tal como es, más que imágenes inventadas y convencionales. Son imágenes de la realidad. En este sentido, el presente libro se encuentra en la línea de la prosa que se escribe en los países en que existe todavía una literatura. Esta prosa se halla afectada por un creciente respeto a la realidad prodigiosa e inagotable, grosera y mágica.
Esta novela es, en último término, el resultado que he obtenido pasando mi espejo por la calle Estrecha de Torrelles. Si la pequeña aventura no ha conseguido efectos más conspicuos y brillantes, ello se debe sin duda a que estos tiempos que vivimos no pueden dar más de sí.
Josep Pla
Palafrugell, otoño 1949
Cadaqués, primavera 1951
Prólogo a La calle estrecha
Editorial: Destino
Traducción: Néstor Luján
Foto: Josep Pla
Cuando un muchacho de 14 o 15 años descubre que es más dado a la introspección y a la conciencia de sí mismo que la mayoría de los chicos de su misma edad, incurre fácilmente en el error de creer que ello se debe a que ha alcanzado una madurez superior a la de sus compañeros. Ciertamente cometí ese error. En realidad, aquella tendencia a la introspección se debía, en mi caso, a que yo tenía mayor necesidad que los demás de comprenderme a mí mismo. Ellos podían comportarse de acuerdo con su natural manera de ser, en tanto que yo debía interpretar un papel, lo cual exigía notable comprensión y estudio de mí mismo…
Confesiones de una máscara, Yukio Mishima
París tiene una sonrisa extraña, Ilyá Ehrenburg
He vivido en París dieciséis años, pero no estoy muy familiarizado con las costumbres íntimas de sus solemnes salones. París y yo nos tratamos sin ceremonias, junto a la barra de cinc de los bares, en la niebla de las calles angostas o en los terraplenes de las fortificaciones, llenos de hierba marchita y soñadores sin hogar.
Yo no creo que París sea más desdichada que otras ciudades. ¿Cuántos hambrientos hay en Berlín? ¿Cuántos vagabundos en el húmedo y oscuro Londres? Pero yo amo París por su infelicidad que vale el bienestar de los demás. Mi París está lleno de casas grises y resbaladizas en las que hay escaleras de caracol y enredos de pasiones oscuras. La gente en esta ciudad es singular: aman a disgusto y con falsedad, deliberadamente, como los héroes de Racine; pueden reír tan bien como el viejo Voltaire; orinan en cualquier parte sin ocultar su regocijo; tienen inmunidad después de cuatro revoluciones y cuatrocientos amores; son honestos hasta el punto de ser fanáticos y viven solo a base de engaños; saben desde que son niños que la vida es un problema de aritmética, pero mueren ingenua y enigmáticamente como mueren cada día millones de flores en los estrechos almacenes de París. ¿Qué abunda más aquí: violetas o sífilis? ¿Sabia felicidad o un juego infantil que se ha prolongado sin medida?
Amo París porque todo en él es fingido. Incluso los viejos rocines a los que arrean delante de mi ventana camino al matadero, incluso esos fortuitos mártires participan gustosamente en el melodrama parisino.
Se puede caminar por las calles de París vestido con una pelliza siberiana o completamente desnudo, es poco probable que los viandantes se vuelvan. Es una ciudad feliz: todos en ella son libres de hacer lo que les plazca. Es una ciudad cruel: aquí nadie se preocupa por los asuntos de otros. Puedes convertirte en un genio: nadie te ayudará, nadie se ofenderá, nadie te admirará en exceso. Puedes morirte de hambre: eso es un asunto privado. Está permitido tirar las colillas al suelo, sentarse en cualquier sitio con el sombrero puesto, maldecir al Presidente de la República y besar donde y cuando te apetezca. Esto no son artículos de la constitución, son costumbres de una compañía de teatro. Cuántas veces se ha representado ya aquí la “comedia humana”, y constantemente se agotan las entradas. Sí, todo es fingido en esta ciudad: las vistas, las hazañas, las pasiones. Incluso un bebé en la cuna puede disparar a su madre por celos: ante el tribunal pronunciará un monólogo digno de Hugo. Todo es fingido, excepto la sonrisa: París tiene una sonrisa extraña, una sonrisa apenas perceptible, una sonrisa inesperada. Un pobre que duerme en un banco se despierta, recoge una colilla que alguien ha tirado y da una calada. En su rostro hay una sonrisa; por una sonrisa así merece la pena recorrer cien ciudades. Las grises casas parisinas son capaces de sonreír de manera igual de inesperada y sublime. Es por esta sonrisa por lo que amo París: todo en él es fingido, excepto el fingir; el fingir aquí se comprende y se disculpa.
Ilyá Ehrenburg
Mi París, 1933
Traducción: María Loreto Ríos Ramírez
Editorial: Abada
Es hora de hacerte cargo: de tu vida, de tu proceso, de tu dolor.
No está mal sentirse triste, ansioso, derrumbado, caer, fracasar, volver a intentarlo, porque las mejores cosas emergen del caos.
- A. S